Hubo una época anterior a las laptops e impresoras y procesadores de texto. Una época en que había que escribir con buen pulso y disfrutar del recio y rimbombante push de las teclas qwerty, en que las marcas famosas no simbolizaban manzanas ni ventanas sino apellidos como Remington, Olympia y Olivetti.
Era la época de los rodillos y timbres y palancas y armazones. La época en que los escritores del siglo XX se sentaban al escritorio con un vaso de whisky y escribían y se equivocaban y volvían a escribir y se volvían a equivocar. Era la época en que escoger una máquina de escribir era un acontecimiento único y memorable. Sabías que podía acompañarte por 20 ó 30 ó 40 años. Escoger una máquina de escribir podía ser mucho más especial incluso que pedirle matrimonio a una mujer. Era una apuesta segura: no habría traición, permanecería a tu lado en las buenas y en las malas, moriría (si moría) luchando en la batalla contra la página en blanco.
Ya no quedan muchos escritores de la vieja guardia. De aquellos que persisten en el casi extinto ritual de colocar un papel y mover un rodillo. Son pocos. Ya no son legión. Hay un Nobel: Gunter Grass. Hay un norteamericano: Cormac McCarthy. Hay un español: Javier Marías. Ningún peruano. Vargas Llosa y Bryce Echenique hace tiempo que cambiaron sus viejas y clásicas Times-Corona por computadoras.
¿A dónde se han ido sus máquinas de escribir entonces? ¿A dónde se han ido todas las máquinas de escribir? A los museos y las salas de exposición, al olor a papel viejo y desinfectante, a los espacios donde viven los souvenirs de un tiempo lejano y simbólico. Algunas se van a subastas y luego a las manos de algún coleccionista. Algunas están olvidadas en algún puesto de cachinas o en el almacén de una vieja casa de mitad del siglo XX.
Pero hay una verdad: los escritores de la vieja guardia – los leales y los tránsfugas- no soportan la muerte de un viejo amor. Hay dolor en el deceso de una máquina de escribir. Hay dolor en saber que pertenece al mundo de los objetos perdidos. El 2011 Cormac McCarthy debió despedirse de su vieja Olivetti verde que lo acompañó durante 40 años. No la guardó. La subastó a $ 20 mil dólares y se consiguió una nueva al simbólico precio de $ 11. Prefirió reemplazar el dolor de esa presencia inanimada y llena de historia por el placer de la ausencia y la memoria.
Hay escritores que tienen mayor suerte y mueren en brazos de su vieja máquina de escribir. Así le ocurrió a Julio Ramón Ribeyro, quien nunca vio morir a Olympia porque Olympia se mantuvo firme hasta el día en que él se despidió de este mundo. Hoy Olympia suele ser exhibida año tras año en alguna exposición limeña y encerrada en una pieza de vidrio y a la vista de los voyeurs que disfrutan de su soledad.
Y allí están esas viejas máquinas de escribir, olvidadas por sus dueños y exhibidas como trofeos de guerra. Allí están exhalando el vapor de los témpanos y el reflejo de la muerte aún inextinguible. Son el reflejo de una época cuyo esplendor se ha convertido en el intermitente brillo de una estrella lejana.
Para ellas, mi más sentida compasión.